Al
abrir la ventana el viento zarandea mi rostro, obligándome a esconderlo tras la
manga de mi batín de seda. Una vez me
acostumbro a las pequeñas punzadas gélidas de la corriente de aire, me siento
en el alfeizar y abrazo las rodillas al pecho. No hay luna esta noche; sin
embargo, el cielo se corona de un centenar de estrellas titilantes. A primera
vista todas parecen destellar con el mismo fulgor blanquecino, pero si se les
observa detenidamente se ven los matices rojos, naranjas y azulados que se
alternan entre sí para conformar una danza colorida y vibrante. A lo lejos se
extiende una cadena montañosa que encierra el valle donde vivo; de día parecen
gigantes vestidos de verde con sombreros blancos, y en su sombra se abrigan las
casas de los leñadores de la villa.
A
esta hora el ruido pierde su voz. Los niños duermen y se entregan al mundo de
los sueños, mientras que sus padres y abuelos deciden también descansar. El
olor a hierba silvestre se intensifica y el perfume a madreselva penetra los
resquicios de las ventanas, endulzando las camas de aquellos que dormitan. De
vez en cuando se escucha el rasguñar de un cachorro que pide asilo para pasar
la noche, y su posterior ladrido de agradecimiento cuando le abren las puertas.
Entonces mi corazón se hincha ante tanta hermosura
y me pregunto cómo hay algunos que niegan la mano de un artista detrás de toda esta
belleza. Cuando observo el ímpetu del agua en el río o a las mariposas
descansar en un arbusto, o a los pajarillos trinar dulcemente y a las grandes
aves surcar los cielos, sé, sin que me quepa duda alguna, de que todo cuanto
existe fue creado por Dios.
Me encanto me recordo mis visitas al campo, o cuando voy a Constanza o Jarabacoa y me hago esa pregunta, como pueden dudar de Dios ante tanta belleza.
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