A
mí me encanta la pastelería; no solo el
comer esos bocadillos deliciosos, sino también hacerlos. Un día quise hornear
unos brownies para unos amigos de la iglesia, y muy contenta llevé conmigo todo
los materiales y utensilios necesarios. Iba tan confiada por sentirme preparada
para la tarea. Cuando llego a casa de mis amigos empiezo a realizar los
preparativos y dejar lista la mezcla.
Olía buenísimo; yo pensé “vaya, esto te va a quedar rico de veras, Esmeralda”. Pero entonces sucede algo inesperado, al
encender el horno tuvo lugar una pequeña
explosión por exceso de aire y gas (lo habíamos puesto a precalentar antes, se
había apagado y no nos dimos cuenta).
En
fin, tuve que ir con una de las presentes a su casa para usar su horno. La
temperatura nos hizo una mala jugada: en la superficie se quemaban y debajo quedaban
sin cocer. En este punto se me querían salir las lágrimas. Regresamos a donde
los demás y se comieron el brownie, dijeron que estaba bueno aunque no se veía
tan bonito (si uno de los presentes aquella noche lee esto, que sepa que lo o
la llevo cerca del corazón).
¿A
qué voy con todo esto? Pues que el
fracaso de mis brownies fue que simplemente cambié de horno. Me aventuré a lo
de afuera, y aunque esto no es en absoluto malo cuando se trata de cocina (es
más, le animo a aventurarse a la cocina de su vecino siempre y cuando cubra
parte de los gastos), ¿qué sucedería si dejara su “horno” espiritual en busca
de otros “hornos”? ¿Qué sucede cuando se cambia la “temperatura” precisa que
nos moldea el alma por experimentar otro clima? Pues que irremediablemente en
lugar de obtener la obra maravillosa del “pastel” espiritual que Dios está
preparando en usted, solo “horneará” una versión distorsionada por el pecado de
lo que su vida debió haber sido.
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