Aun
reinaba la noche. Apenas me levanté de la cama fui hasta el
computador, Biblia en mano, y me senté a estudiar. En cada ocasión
me pregunto qué lecciones tendrá Dios para mí. Apenas termino y
abro el explorador para luego escribir la dirección de Facebook.
Me he creado la costumbre de compartir hasta cierto punto lo que el
Señor comparte conmigo. Pero esta ocasión fue diferente, totalmente
inesperado. Alguien a quien nunca le había hablado escribió en su
muro la situación crítica de su hijo, quien acababa de salir de un
trasplante de hígado y esperaba una importante donación de sangre.
No lo dudé por un segundo, le escribí un mensaje diciéndole que
Dios estaba en control. Oré por él, a la distancia, de un
hemisferio al otro, y recibió paz.
Al
despedirme del caballero escribí: “Nos vemos, que me espera
tremendo día”. Yo no tenía idea de cuán ciertas serían esas
palabras. Ahora, desde la habitación de un hospital, en la penumbra
provocada por la tenue luz amarilla del pasillo, me pregunto si Dios
no me estaba preparando para los acontecimientos que ocurrirían a
solo unas horas de haberme despedido del señor del Facebook,
si Él esperaba que yo recordara las mismas palabras que le dijera al
argentino. Es muy probable que fuera de esa manera.
A
las nueve de la mañana salí de casa con un bolso rojo rumbo a la
Plaza de la Salud, acompañada de mi hermana, mi papá y su esposa, a
quien llevábamos de emergencia por un abdomen agudo, y quien apenas
cinco días antes había salido de una cirugía de apendicitis.
Mientras iba en el auto pensaba, yo
solo he venido a orar, solo he venido a orar,
y cuando hablaba con Dios los ojos se me anegaban en lágrimas, y
sentí pavor. Nunca antes había contemplado una mirada tan llena de
dolor y miedo como lo vi en los ojos de ella; ella, a quien siempre
he visto como una roca fuerte, una mujer de pelea, que esconde el
dolor como si mostrarlo le restara valía; ella, a quien he admirado
desde hace tanto tiempo, que se ha convertido en mi segunda madre.
Di
la vuelta y me coloqué detrás de la cortina que la separaba de
otras camas en la sala de emergencia, no quería que me viera llorar,
y seguía pensando, yo
solo he venido a orar, solo he venido a orar,
y le decía a Dios que yo no conocía el dolor por el que ella estaba
pasando, pero que Él sí sabía y podía aliviarla; sin embargo,
temí. Tuve mucho miedo.
Jadat
no me dejó sola, mis hermanos de ICPV que se comunicaron conmigo por
Facebook
no me dejaron sola, y me ayudaron a comprender que la oración es un
arma cuyo poder y efectividad se eleva cuando escala al cielo con
toda la fe de nuestro corazón.
Aquí
sentada en el suelo de mármol, con el frío calándome los huesos
porque soy muy terca para levantarme a buscar una frazada, o sentarme
en el mueble, sé que Dios contestó todos mis clamores. Desde aquí
observo a la esposa de mi papá durmiendo, si no plácidamente al
menos más tranquila. Yo seré su guardián esta noche, y los ángeles
serán nuestros guardas. Seguiré orando porque sé que Dios espera
más de mí, esa es la misión que he de cumplir esta noche. Hablar
con Dios por y para ella.
Dios
sí que me sorprendió con la lección de este día.
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