Sam
se escabulló debajo de la cerca y salió a campo abierto. Durante la noche,
cuando las demás ovejas dormían, había escarbado la tierra con sus tiernas
pezuñas, lastimándolas con las rocas y las raíces que encontraba. «No importa», se decía a sí mismo, «vale la pena el dolor con tal de salir de
este lugar».
Sam
quería escapar del redil, ya no le gustaba que el pastor le dijera hacia dónde
dirigirse o que las otras ovejas le amonestaran cuando él se tardaba en
responder al llamado de su cuidador. Estaba hastiado y quería ser capaz de
hacer lo que quisiera, cuando lo quisiera, y de la manera en que lo quisiera.
De
esa forma eran los pensamientos de Sam.
Cuando
al fin se vio libre, ¡oh qué felicidad, cuanto gozo! Fue capaz de correr todo
lo que quiso correr, durmió también todo el tiempo que se le antojó, y paseó de
un lugar a otro feliz y contento sin preocupación alguna. Sam tenía tanto
regocijo que se había olvidado de comer y beber, y caminó por el campo durante
todo el día, disfrutando de todo aquello que el campo podía ofrecerle.
Entonces
llegó la oscuridad, y con ella el cansancio, el hambre, la sed y el frío. Los
árboles y flores que antes habían fascinado a Sam ahora se convertían en
sombras espeluznantes que se movían con el viento bajo la tenue luz lunar, se
transformaban en figuras horripilantes; y muerto de miedo se fue a buscar
refugio. Pero no había en el campo lugar en dónde esconderse.
Entonces
recordó a Mamá Ji, quien era la oveja más vieja de todas, que a pesar de que le
corregía constantemente también le daba cobijo a su lado por las noches y le
arrullaba antes de dormir. No pudo evitar pensar en sus amigos, todos estarían
calentitos y con sus barrigas llenas. Por último recordó al pastor y entendió
por qué no le gustaba que las ovejas salieran del redil. No se trataba de
tenerlas bajo su control, se trataba de protegerlas de los peligros del campo.
A
lo lejos vio una sombra gigantesca que se acercaba, y creyendo que iba a morir,
Sam empezó a llorar, pensando en lo desdichado que era por haber abandonado su
casa, a su familia y amigos, y al pastor que velaba por cada una de las ovejas.
Cuando la silueta se detuvo justo
delante de él, cerró los ojos y se cubrió la cara con las pezuñas. «Este es el
final», pensó, «me voy a morir y nadie me encontrará».
Sam
esperaba sentir un dolor punzante, o una mordida desgarradora de parte de aquel
monstruo; pero jamás pensó que fueran unas manos firmes pero suaves las que lo
levantaran del suelo. Abrió los ojos bien grandes, y para su sorpresa la sombra
gigantesca que le hizo temblar no era ni nada más ni nada menos que el pastor.
Le estaba sonriendo con cara de alivio. ¡El pastor le estaba sonriendo! Sam
sintió tanto en ese momento que comenzó a llorar de nuevo, pero esta vez por
una razón muy alejada del temor. El pastor había ido a buscarle.
—Vámonos
a casa, Sam— dijo, y al escuchar su voz Sam lloró más fuerte—. Es hora de que
volvamos a casa.
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