domingo, 9 de diciembre de 2012

Ayes



           Se encontraba una viuda pobre sentada a orillas del río. Era para ella la noche aciaga, fría y oscura, y daba ayes a viva voz mientras golpeaba su pecho y bañaba en llanto sus mejillas.

—Ayúdame, Señor, pues duele mucho— decía—, yo sola no puedo. Sé que tengo un corazón endeble. ¡Ay, ay! Y yo conociendo quien eres. ¡Ay, ay! ¿Por qué has ocultado tu rostro de mí?; pero ¡ay, ay! Cuánto dolor, y es esta pena la que empaña mis ojos y dificulta que en esta hora pueda ver tu prístina luz. ¡Maldíceme y déjame morir!

Y así continuó la viuda desconsolada por seis cuartos de hora.

          Sucede que pasaba por allí un sabio maestro que hacía tiempo le había entregado su vida al verdadero Dios, y escuchando un alarido de angustia esperó detrás de unos arbustos y en silencio registró los ayes de aquella viuda. Luego, cuando solo quedaron sus hipidos mezclados con la brisa, salió de su escondite y se presentó.

—No se asuste— dijo—, el Señor me ha puesto en esta vía para hablar con usted.

Entonces el sabio acercó una roca, tomó asiento, y tocando su barba empezó a hablar—: En su dolor algo no ha entregado a Dios. Eso que causa el dolor tiene que entregarlo a Dios y abandonarse en esa parte de su vida.

El maestro hizo una pausa para observar el rostro de la mujer, quien le miraba atentamente. Luego prosiguió—: A veces no le permitimos a Dios accionar porque no le damos la potestad para que lo haga. En su dolor tiene que aprender a ver qué es lo que no le ha entregado a Dios; por más que le duela entregarlo tiene que hacerlo, y así superar esa área de su vida. Dios te bendiga mujer.

El sabio, sabiendo que ya su labor estaba hecha, se levantó y se fue de allí. Después de un tiempo, la viuda levantó el rostro al cielo y dijo:

— ¿Qué es, Señor, lo que no te he entregado?

Y se fue de allí a su casa con una nueva esperanza en el corazón.

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