domingo, 16 de diciembre de 2012

La oveja Sam



Sam se escabulló debajo de la cerca y salió a campo abierto. Durante la noche, cuando las demás ovejas dormían, había escarbado la tierra con sus tiernas pezuñas, lastimándolas con las rocas y las raíces que encontraba. «No importa», se decía a sí mismo, «vale la pena el dolor con tal de salir de este lugar».

Sam quería escapar del redil, ya no le gustaba que el pastor le dijera hacia dónde dirigirse o que las otras ovejas le amonestaran cuando él se tardaba en responder al llamado de su cuidador. Estaba hastiado y quería ser capaz de hacer lo que quisiera, cuando lo quisiera, y de la manera en que lo quisiera.

De esa forma eran los pensamientos de Sam.

Cuando al fin se vio libre, ¡oh qué felicidad, cuanto gozo! Fue capaz de correr todo lo que quiso correr, durmió también todo el tiempo que se le antojó, y paseó de un lugar a otro feliz y contento sin preocupación alguna. Sam tenía tanto regocijo que se había olvidado de comer y beber, y caminó por el campo durante todo el día, disfrutando de todo aquello que el campo podía ofrecerle.

Entonces llegó la oscuridad, y con ella el cansancio, el hambre, la sed y el frío. Los árboles y flores que antes habían fascinado a Sam ahora se convertían en sombras espeluznantes que se movían con el viento bajo la tenue luz lunar, se transformaban en figuras horripilantes; y muerto de miedo se fue a buscar refugio. Pero no había en el campo lugar en dónde esconderse.

Entonces recordó a Mamá Ji, quien era la oveja más vieja de todas, que a pesar de que le corregía constantemente también le daba cobijo a su lado por las noches y le arrullaba antes de dormir. No pudo evitar pensar en sus amigos, todos estarían calentitos y con sus barrigas llenas. Por último recordó al pastor y entendió por qué no le gustaba que las ovejas salieran del redil. No se trataba de tenerlas bajo su control, se trataba de protegerlas de los peligros del campo.

A lo lejos vio una sombra gigantesca que se acercaba, y creyendo que iba a morir, Sam empezó a llorar, pensando en lo desdichado que era por haber abandonado su casa, a su familia y amigos, y al pastor que velaba por cada una de las ovejas.  Cuando la silueta se detuvo justo delante de él, cerró los ojos y se cubrió la cara con las pezuñas. «Este es el final», pensó, «me voy a morir y nadie me encontrará».

Sam esperaba sentir un dolor punzante, o una mordida desgarradora de parte de aquel monstruo; pero jamás pensó que fueran unas manos firmes pero suaves las que lo levantaran del suelo. Abrió los ojos bien grandes, y para su sorpresa la sombra gigantesca que le hizo temblar no era ni nada más ni nada menos que el pastor. Le estaba sonriendo con cara de alivio. ¡El pastor le estaba sonriendo! Sam sintió tanto en ese momento que comenzó a llorar de nuevo, pero esta vez por una razón muy alejada del temor. El pastor había ido a buscarle.

—Vámonos a casa, Sam— dijo, y al escuchar su voz Sam lloró más fuerte—. Es hora de que volvamos a casa.

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